Qué
lejos aquellos tiempos en los que muchos de entre nosotros no podían decir, ni pensar,
que matar, a una persona, a dos, a diez, a cien, a mil, estaba mal hecho hasta
que no supieran a ciencia cierta quien no había sido el asesino. Han cambiado
mucho las cosas; de negar lo que ocurría y estallaba ante los propios ojos, de
no querer rechazarlos, ahora van como locos en busca de víctimas que les justifique
formular una condena. Se buscan víctimas para formular condena, reza el
anuncio. Sí que han cambiado las cosas, nos da menos vergüenza decir
abiertamente que no se debe de matar, nos da mucha más vergüenza, pero mucha
más, sugerir que es necesario, que era necesario, matar.
Ayer
en París mataron de tacada a doce personas, qué poco han cambiado las cosas.
Casi ningún titular se privaba de incluir la palabra Alá o Mahoma. Eso, una vez
más, tranquilizó del todo nuestras conciencias porque tampoco los asesinos
habían sido los nuestros. Habían vuelto a ser ellos, los otros, las otras
patrias, los otros colores, cualquier otra lengua, gente con otro dios. Por
ello sólo sentimos pena, de postureo y alivio fácil, y rabia justiciera.
Soltamos el discurso justiciero, el de nuestro dios, el de nuestro bar y
patria, color, lengua, religión y fútbol, y seguimos sembrando nuestro extenso
e irascible territorio de diosecillos propios, de explicaciones hueras y
argumentos palurdos.
Siempre
olvidamos que para matar, es preciso tener voluntad de matar, y que lo de los
diosecillos, propios y ajenos, viene después, después de matar. A ver qué
dioses surgen en esta, aunque Alá sí estaba allá.
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