Mi tía distinguía; no se la engañaba. En su sillón de mimbre
de culo alto veía todas las basuras de las televisiones privadas, al principio,
y públicas con posterioridad, sin dejar de expresar un fingido asombro sobre el
exagerado número de personas de dudosa condición sexual que ostentaban cuota de
pantalla. Llegó, insospechadamente para nosotros, a ser incluso adicta a
Goenkale. Pero no viene al caso. Lo que viene al caso es que nunca perdió sus
facultades mentales y que como telespectadora apetitosa la dominaban criterios
relacionados, siempre, con las ganas de comer. Memorable fue el funeral de Lady
Di, confundió un fondo difuso de velas iluminadas con yogures o mamias dispuestas para no se sabe
que comensales.
En el funeral de Miguel Ángel Blanco, se pasó el día delante
del televisor expresando su máxima preocupación: ¿En Ermua habrán preparado
algo de comer para José Mari? No había quien la confundiera lo viera en blanco
y negro o color, aislada del mundo o comunicada, siempre pedía que le preparáramos
la papeleta de las derechas, aunque en todas las movilizaciones de la izquierda
abertzale que pasaban enfrente de casa también solía preguntar dónde iba a
comer toda aquella gente.
Esa es la sensación cuando veo, con gran pena, cómo en la
sociedad actual los responsables de cultura se ven obligados, nos vimos, a
hablar de ella en términos de impactos económicos. Hay mucha prensa, y demás,
cuyo único criterio es la caja del respetable sector de hostelería. ¿Si no hay
caja no hay poesía? ¿Un poema de Aresti, Lorca o Valery no es patrimonio? ¿No
es inversión? ¿Bar, biblioteca, hotel…?
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