La religiosidad que hace cuestión de la virginidad o no de
las personas es un riesgo a erradicar. Una sociedad obligada a considerar la
virginidad, o “la primera vez” (sic), como mérito o demérito, es un colectivo a
disolver. Considerar que el placer sexual es un desorden moral, es una
aberración histórica privativa de mentes asotanadas, perversas y retorcidas.
Hemos sido víctimas durante siglos.
El libro prologado y epilogado por el obispo de la diócesis y
firmado por una seglar consagrada, especializada en la educación
afectivo-sexual, es el motivo que tanto ha dado que hablar estos días y pie de
esta columna. Desde una lectura en diagonal diría que es una antología
histórica del desatino. Nadie duda de que es mejor el sexo con amor que sin él,
como mejores son el café con amor que sin él, el desayuno con amor que sin él o
incluso, ya que estamos en campaña, el voto con amor que sin él ¡menuda
diferencia! Convencidos de que teologías de este estilo, catolicoides y
tradicionales, estaban silenciadas, cuesta entender a un prelado el discurso de
la recuperabilidad de la virginidad o que determinados procesos hormonales
impulsan a la mujer al fregoteo y al trapeo. Como cuesta aceptar la católica
vergüenza y repudio ostentosamente expresados por admiradores y entusiastas de los
anteriores prelados, que no fueron precisamente responsable de un dispensario
de preservativos, de un centro de planificación familiar o fogosos defensores
del amor libre.
In memoriam, por
aquellos padres que murieron sin que su obispo, este o aquellos, les insinuaran
la más mínima inocuidad de la homosexualidad de sus hijos e hijas.
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