Cuando se caricaturiza a las democracias como un derecho a
voto cada cierto tiempo, y luego allá cuidados, se frivoliza en exceso el valor
del voto. Basta echar una mirada a esas votaciones que hemos perpetrado hace
poco más de dos semanas. El estropicio causado ha sido considerable y para mí,
contra todo pronóstico. No salgo de mi asombro al contemplar lo ingenuo que sigo
siendo. Pensaba yo que la ciudadanía se había empantanado en una abulia a
prueba de excesos y se había acomodado, más por resignación que por
satisfacción, a un acriticismo insultante. Mira por donde ha resultado cierto
eso de matarlas callando, y tan callando. Los votos han resultado un vuelco decisivo.
Es curioso observar los efectos del voto. Allá donde se organizó
una sonada consulta porque a la ciudadanía, a decir de sus promotores, le urgía
expresarse y decidir, las alternativas políticas contrarias a esa consulta han
duplicado votos. Allá donde se ha proclamado alcalde la persona que ostentaba
la dirección foral de participación ciudadana ha conseguido hacerlo con la
mayor abstención, casi el doble de la media, y la menor participación, por
mucho, de Gipuzkoa.
Vamos a tener la oportunidad de observar la novedad de ver
como se desenvuelve una oposición que se estrena en ella sin el instrumento de
la violencia. Para que el asunto funcione es preciso que los gobernantes no
piensen que ya está todo hecho, ni que las cosas hayan vuelto a su ser, estado
muy poco estimulante y francamente aburrido, ni que nadie, ni nada, así de por
sí, tiene mayor legitimidad aunque lo parezca, si es que no quieren otro vuelco,
pero ya.
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