El alcalde de San Sebastián, a quien profeso simpatía
coaligada, reacciona al acoso del clamor antitaurino aduciendo que la izquierda
abertzale es contradictoria, argumento, en el fondo y en el tema, no muy de
recibo, pero que es una verdad como un templo. El de Pamplona, desconocido para
mí, pero a la vista de su retrato con chistera en el palco apunta aires de
fenómeno, ha salido al paso, no sé si en defensa de Pamplona, de las
tradiciones, de la izquierda en general o de la abertzale en particular. Ha
dicho que prohibir los toros en Pamplona resultaría tan ridículo como implantar
un encierro en Donostia.
El espectáculo taurino como cuestión de identidad colectiva
es un argumento que recobra cada vez más fuerza en mis entornos. Pamplona sin
toros sería una idea creativa que a lo mejor ni merece considerarla, pero
pensar que soltar seis morlacos a recorrer un kilómetro a lo bestia, es un
refinamiento histórico de imposible emulación radicado en el alma única de una
ciudad única… ¿qué quieren que les diga? Que hablamos un minuto con Enrique
Erentxun y nos organiza un encierro en el velódromo, aunque sea de bisontes,
los últimos viernes de cada mes de 2016 y se entera Europa, así de simple.
Lo que se obvia es otro debate, el debate, el preguntarnos
por qué nos agrada la sutileza de convertir la violencia en espectáculo, por
qué no nos repugna el sacrificio y sufrimiento público de seres vivos, por qué
nos escudamos en la tradición, cuando, por ejemplo, robar también lo ha sido y
es claro que no es obligatoria, aunque a veces lo parezca, y, sobre todo, que la
antitaurina no es, ni de lejos, una postura contraria a la libertad.
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