Colmamos las fiestas de nuevos rituales advocatorios. Donde
proliferaba la advocación al santoral y se imponía un rosario de oficios religiosos
entre jolgorio y jolgorio, reinan hoy, testimonio de evolución hacia lo civil,
jaculatorias políticamente correctas, sortilegios de males de la modernidad y un
rosario de posicionamientos institucionales sobre problemas y cuestiones que,
acabadas la fiestas, siguen siéndolo. No nos es extraño que preceda a todo
chupinazo, ese sustitutivo civil del repique de campanas, una soflama, más
moral que cívica, previniéndonos de todo tipo de excesos. Se nos previene del alcohol
y otras drogas, o viceversa más bien, se
nos indica que debemos respetar al medio ambiente, recordamos a los ausentes, nos
conjuramos todos, nobles y plebe, para la defensa lingüística e igualdad de
géneros… y para cada jornada festiva una expresión alternativa a la propuesta
institucional, en la que caben desde las denuncias a excesos judiciales hasta la
antitauromaquia, allá donde el toreo nunca debió arraigar.
Dudo del crédito de toda una
corporación, cualquiera, posando en trance con un folio en contra de las
agresiones sexuales. No sé si de verdad incide en la toma de conciencia real
del problema o no deja de ser una liturgia inevitable más. No sé si esas
reacciones planificadas, por previsibles, a las agresiones no resultan caricaturescas y
litúrgicas y si no frivolizan la crudeza del problema. No lo sé, de verdad. Lo
que sí que me resulta patético, desalentador, es ese discurso varón poniendo
paños templados a los hechos y enfatizando los atenuantes o el histrionismo de
las denuncias y sus modos.
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