Eran
otros tiempos, la bondad y los buenos sentimientos existían, pero ni se
desbordaban y excedían, ni estaban socialmente organizados, salvo en ámbitos
religiosos cuya prioridad era dios más que el prójimo. Los reyes magos nos
solían traer calzoncillos, de blanco inmaculado, y calcetines, calor para el
cuerpo. Algo de más color y sabor
también solía caer, una caja de pinturas Alpìno generalmente. Soy de recuerdo
muy navideñero, de niño asombrado ante el espectáculo 3D de un belén en lugar y
casa bien o medio bien. Se fueron nuestros padres y no hay rey que se acuerde
de nosotros en esta república, incapaz de formar ningún gobierno, en la que nos
quieren hacer creer que quieren a la patria cuando nos consta que son incapaces
de sentir lo mínimo por el vecino de escalera, ni de saludarlo siquiera.
Gente
de buena intención la hay y mucha, pero también algún día habrá que pedirles
responsabilidades, y los buenos sentimientos tienen cauces organizativos. Me
embarga y enternece que aquellos niños sin reyes magos cobren en sus manos
pieza de juguetería proporcionada al calor de entidades que necesitan proclamar
al mundo que son humanas, generosas y útiles. No se qué es más cruel, la imagen
de un niño sin juguete o la de un niño con juguete y con necesidades básicas
sin cubrir.
Me
pregunto cómo sería un mundo en el que a los niños se les explicara claramente
por qué tienen, o dejan de tener, juguetes, o un mundo en el que los reyes
magos fueran Hacienda y la distribución de regalos no estuviera al albur de
gente que, bondadosamente, tributa aquello que le sobra. Seríamos
repulsivamente cívicos, pero ¿tan buenos? Ni hablar.
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