La viuda e hijos de un agente de la policía
autónoma asesinado nos manifestaban el pasado fin de semana lo innecesario e
imposible del perdón. Con admirable serenidad acataban los sistemas públicos de
reparación. Afirmaban no poder pasar página, sin pretender impedir que otros lo
hicieran ni proyectar la más mínima brizna de rencor. Es lo que a mi amigo le
solía hacer parecer que la organización liquidaba a víctimas cuyos familiares
eran particularmente bondadosos, generosos y emocionalmente equilibrados.
Ese fin de semana salió de la cárcel,
tras haber cumplido, el histórico, -¿quien pone los calificativos?- dirigente
de ETA Urrusolo Sistiaga. Ha pedido la disolución del grupo terrorista y
prometido seguir trabajando por la convivencia. Hemos seguido su salida sin
ninguna exageración mediática, con mirada comprensiva y voluntad solidaria,
intentando soportar toda la carga analítica.
El martes lo pasamos a la sudafricana.
Se ponía fin a una decisión judicial probablemente injusta. Arnaldo Otegi elevó
su condición ciudadana a un tablado en Logroño y a otro en Elgoibar. Aplaudo su
mérito en una hoja de servicios muy negra todavía. Se alegró de que siguiéramos
vivos aquellos que, según nosotros mismos, vivíamos acosados. Me amargó una
salida que me alegraba.
He sabido que en la madrugada del
martes se cumplían 37 años de que el industrial Luis Abaitua llegara a su casa
liberado de su guarida de secuestrado en los montes de Elgoibar. Abaitua
falleció hace 24 años. Probablemente diría que me alegraría por el convenio de
Michelin, y la vergüenza me impide recordar ese resto que reconstruyo poco a
poco. ¿Conseguiré hacerlo a tiempo?
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