Por mucho que la denuesten considero que
la transición española de la dictadura a la democracia fue un hecho milagroso
por el que deberíamos lamentarnos menos y alegrarnos más. Yo no imaginaba que
cuarenta años después observáramos el día día críticándolo con el desparpajo
con el que lo hacemos a pesar de las consecuencias que por ello venimos
pagando.
Aunque
el mundo empezara a incorporarse al sufragio universal hace siglo y cuarto, y
nuestra palmaria falta de tradición democrática e histórica inclinación a los
conservadurismos y totalitarismos nos mantuviera a raya hasta hace cuarenta
años, nuestra incorporación al voto libre deparaba las más ilusionantes
expectativas.
Desde
que tuvimos en nuestras manos el anhelado y casi imposible voto, mira que se han
hecho cosas, mira que hemos discutido, perdido oportunidades y logrado
conquistas que sólo el habernos habituado a ellas hace que les restemos el
valor que tienen y relativizar la flaca memoria que tenemos de los pasados de
sometimiento y tortura. Nos ha ido tan bien que nos hemos cansado, por ejemplo,
de votar. La rabia por la desconsideración y desprecio absolutos a nuestra
opinión y voluntad se nos ha trucado en ira que nos provoca la molestia de que nos
consulten. No queremos ni votar.
No
todo es entendible. No se entiende que cuando el desacuerdo y el no pacto, la
tozuda integridad de cada cual, han sido el valor más preciado en política, nos
sintamos decepcionados por la falta de acuerdo. Sí entiendo el hartazgo, si
entiendo que nos sintamos fracasados, en el más escandaloso de los fracasos. No
entiendo que ningún ciudadano no político no sintamos la más mínima culpa ni
responsabilidad en ese fracaso. Siendo así, es que no hay solución.
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