Se metió en un avión y en una máquina que
le confirmara el diagnóstico. A la enfermera le había bailado una letra y había
escrito siningomiélico. Sus consultas al diccionario de griego le sugerían lo
peor. Mielia era médula y lo más parecido al resto era sinin, con ípsilon:
destructor, devastador. O sea, que la iba a diñar antes de fin de año. Lo pasó
muy mal mi amigo. Se confirmó el diagnóstico, padecía una siringomielia.
Siringa la diosa convertida en la caña con el que su enamorado fauno, el sátiro
dios Pan, hijo de Hermes y de una cabra, construyó la flauta para tocarla a
perpetuidad. Pues eso tenía el amigo, un enflautamiento, un enjeringamiento, en
la médula, también a perpetuidad, que le impedía sentir el dolor y la
temperatura en una de sus extremidades superiores. Una enfermedad rara por
infrecuente.
A los
treinta años del diagnóstico las consecuencias del mal empiezan a percibirse
más en el nivel físico que en el literario y la base del brazo le baila y salta
más que aquella letra de mal recuerdo. Con el brazo como la soga que ata al
pollino, ni la soga ni el pollino se enteran, circula entre personal sanitario
de todo rango. Le extraña que nadie le pregunta ¿siringo… qué? Y le mosquean
las doctas caras que ve, como de haber oído anginas, catarro o agujetas. No
entiende por qué nadie duda o no le pregunta qué es eso, cree que todo buen
profesional tiene que dudar mucho e informarse más, pero el miedo a evidenciar
desconocimientos lógicos obliga por lo visto. Dice que le preguntan a ver dónde
le duele. Hay quien, a pesar de la información, insiste, e incluso insinúa que
si no le duele para que va por allá. Dice que a la próxima responderá que lo que
le empieza doler es el oído.
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