Si,
al igual que con otros asuntos, se hiciera estadística para contabilizar la
cantidad de buena gente que hay diseminada en el universo no daría buenos
resultados. Enseguida se adueñarían de nosotros aquellas gentes especializadas
en las malas lecturas y obtendríamos el número de malas gentes que pueblan el
mundo. Acto seguido se empezaría a marcar a esas malas gentes y una vez
marcadas… No quiero seguir. Prefiero el cálculo a tanto alzado y muestreos cualificados
con el resultado final de que, en contra de lo que parezca, en contra de lo que
nos dicen, en contra de lo que nos quieren convencer, gente buena hay en todas
partes y es probable que sea mucha, casi seguro que una amplia mayoría. Ocurre
que pasa desapercibida.
Circulo
y observo los rasgos de los desconocidos, y no tanto, con quienes me cruzo. Me
pregunto cuál de sus rasgos me proporcionará pistas sobre su bondad, cuál de
sus gestos me llevará a cerciorarme de que es mala gente. Pienso que soportará
inquietudes similares a las mías, afectos y desamores como los míos, fracasos y
éxitos similares. Me pregunto sobre sus penurias y cuando empiezan a parecerme
incalculables me suele invadir la impotencia.
Hoy
es general que la impotencia se convierta en rabia, aunque sea esta la peor
solución. Y sigo pensando en lo buena gente que somos todos y en lo invisibles
que nos hacemos. Busco y doy con gente que en situaciones límite, en la
irreversibilidad, no pierden la capacidad de generar un sentimiento noble, de
expresar gratitud a pesar de todo, gente que hacen que la vida me guste. Corren
malos tiempos. La gratitud se confunde con el sometimiento servil, y el
sometimiento con gratitud.
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