Eras
lo que pensabas, eras lo que no pensabas, un no deberías ser. En torno a ti
tomaban cuerpo invisible la suspicacia, la sospecha, el silencio, el frio, la
distancia insalvable, el vacío profundo. Les molestaba que fueses. No saludes,
por favor, no me conozcas. Te podían llegar, ¡jo que si llegaban!, los timbrazos
nocturnos, el odio postal, la humillación física pública, los coros de guerra,
la amenaza explícita, tu coche de mierda, la pintura sanguinolenta, la paliza
abierta, el fuego, los pedruscos, los cristales rotos, la bala justa. En ese
momento, agotados todos los recursos, eras declarado culpable. Erais culpables
tú y tu memoria, enemigos ambos de lo nuestro. Por eso.
Hubo
testigos que sobrellevaron esa situación con clase, con elegancia, sin
molestar. Una prudente nota, breves, incluso sentidas, palabras. No éramos
dados a la histeria, a la lloriconería, a dilucidar nuestros asuntos con
escenitas públicas. Gente noble, seria, sin tonterías ni manifestaciones histéricas.
Gente que consintió que el sufrimiento se ocultara en la noche, que la noche
fuera larga, que la libertad se considerara secundaria. Gente perra que
interpretó la realidad como una farsa publicitaria, la denuncia como una orgía
electoral.
Vi la
tamborrada del año 93 por televisión. Hablaban de un posible asesinato. En mi
recuerdo, la izada de Alderdi Eder se salpica con destellos como de ambulancias
y patrullas. El Ayuntamiento iluminado, los tambores tapan algo que ocurría en
su trasera y era preciso ocultar. La fiesta nos duró tanto como la noche, como
el sufrimiento obligatoriamente oculto. Comparto el dolor del alcalde Odón, otro
culpable. Solo hablamos los culpables. No entiendo a quienes se perdonan tanto
a sí mismos.
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