Christian Andersen describe la parada
del tren en Olazagutia como algo, diría yo, ciertamente espantoso. Un frio,
similar al que hubiera podido padecer en una travesía entre los montes de
Noruega y Suecia. Sin embargo canta excelencias sobre aquel pueblo con aspecto
de ciudad, con casas bien construidas y grandes soportales; San Sebastián,
fondas limpias y elegantes. Sigue contando cómo en Madrid hubieron de pagar un
precio muy alto por el visado de sus pasaportes y cómo en Irún se les volvió a
exigir un nuevo tributo, prueba clara de que algo había que sufrir para no
encontrar todo paradisíaco en España. Está claro que Andersen, allá por 1862,
desconocía el concepto de tasa turística.
Parece que es objetivo de nuestras
instituciones involucrar a los turistas en los costes de la ciudad y del
territorio que disfrutan a través de esa media moneda, dos monedas, o similar, que
se cobraría por cama, y puedan comprobar así que el paraíso que les ofrecemos tampoco
es completo. Hasta el momento pocas voces han discrepado en público de la idea.
Cabría resaltar la aceptación matizada de alguna asociación de empresarios
hosteleros que se muestra partidaria de reinvertir lo recaudado en la promoción
turística.
Me resulta bastante molesta esa idea
generalizada de que lo que las instituciones pretenden, indefectiblemente, es
recaudar; casi tan molesta como la de que quien paga es el único titular de
derechos. ¿Pueden los empresarios de hostelería, u otros, explicitar su inversión
en la promoción? ¿pueden las instituciones envidar diciendo que invertirán en
promoción una cantidad proporcional, o igual, a la inversión del sector?
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