Era una guerra de velas. Los curas nos indicaban
cuáles eran las velas que valían para la ofrenda y cuáles no, las de base tintada
de rojo. Se vendían en dos tiendas diferentes. Las que valían eran las de la
tienda que recompraba a la parroquia las ofrendadas para volver a venderlas.
Como si fueran incombustibles. De algo tendría que valerse la tesorería de la
parroquia, pero el miedo que pasaba yo porque se iban a condenar mis amigos,
parientes de la otra tienda, no se me va ni con mil nuevos planes de paz y
memoria. En los dolores de parto de mi nacimiento, con las angustias, se olvidaron
de la vela que dejaron encendida en la mesa de otra estancia hasta que vieron
fuego en ella. Un minuto más y no les cuento esta ni con patrocinio de la caja
de ahorros.
Tiempos
de insuficiencia energética generalizada e interrupciones de fluido continuas;
solía decir mi madre que en estos casos lanzaba un cordón con gancho, preparado
al efecto, al tendido que pasaba frente a nuestra ventana y seguía planchando
con la luz eléctrica de la otra suministradora del pueblo. También decía, y le
creíamos, que luego el padre le pagaba un café al suministrador cuando los
sábados iba al bar.
Hasta hace nada, difícilmente hubiera
sido noticia nuclear la muerte de una anciana por al incendio causado con una
vela encendida por corte de suministro eléctrico. Hoy, hay que contarla,
leerla, oírla y comentarla hasta la saciedad para que arraigue una conciencia
de realidad percibida con dificultades. Siempre, al lado, en el intermedio
publicitario, en el margen, tendremos a las instituciones, hablándonos de sus bondades
normativas y, cómo no, a las compañías de energía patrocinando los informativos.
Vivimos de milagro.
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