Resulta exagerado decir que Pío Baroja
haya sido, alguna vez, presa del olvido.
Proscrito y ocultado en ciertos estamentos puede que sí. Pasa que entre
nosotros los hay que en su exacerbamientos nacionalistas y furores lingüísticos
pueden negarle su condición de escritor vasco o reconocerle la misma altura
literaria que a un don fraile autor en euskera de línea y media de una carta. Son
cada vez menos. A la inversa, igual de catetos, los hay que aprovechando la
ventaja que les conceden los reaccionarios se creen la gente más abierta,
liberal y progresista del mundo por el mero hecho de citar a don Pío, de
homenajearlo o no leer media línea en euskera.
Estos suelen ser mis temores cada vez
que alguien propone homenajear o recordar a cualquier personaje de la cultura.
No comparto esa obligación que nos suele acuciar, más a las instituciones, de
recordar en números redondos contados a partir del nacimiento, muerte, primera
comunión, o parecido, del personaje, a pesar de que estos no debieran ser igual
motivo para celebrarlo, ni guarden relación con la obra. Estas celebraciones
tiene entidad si consiguen aportar algo nuevo a lo recordado y celebrado.
Me ha sorprendido la repercusión de la
celebración de los sesenta años de la muerte de Pío Baroja, más allá del forro
panadero. Habrá quedado, como se dice, el legado de la celebración. Propongo, a
modo de taller, que se escojan veinte o cuarenta personas que vayan intentando
imaginar lo que a Baroja le parecerían este tipo de celebraciones, y que cada
una de ellas componga esa opinión con otras veinte o cuarenta frases literales
extraídas de su obra literaria. Otro homenaje.
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