Es de
joven cuando uno se suele querer morir, morir de verdad, de amor patriótico, de
desamor y decepciones mil que se dicen ser curables con el tiempo, pero nada
creíble hasta que no lo experimentas en tu propia piel, cosa imposible sin el
paso del tiempo. Yo solía querer morirme con mucha frecuencia, pero siempre había
una causa que me obligaba a desear morir más tarde y no en el momento en que me
era preciso. Siempre me picaba aquello de no saber quién ganaría el primer Tour
después de mi muerte o el que muriéndome no me enterara del número de carreras
que en ese año ganaría Txomin Perurena. Se decidía que era imprescindible
superar las melancolías siguiendo vivo y coleando. La fuerza del Tour, l’elan de la ronda francesa, o síndrome
Perurena se le llamaría ahora.
No sé si
a Donald Trump le pasaba lo mismo, pero algo le ha mantenido demasiado vivo
hasta nuestros días. Parece ser que veleidades de controlar ese impulso vital y
modificarlo para apropiarse de él las tuvo. A finales de los ochenta puso en marcha, a todo lujo
y a su estilo, el Tour de Trump. Proclamó que en
pocos años el maillot de su carrera sería más preciado que el del Tour francés.
Se disputó los años 89 y 90 con Lauritzen y Alcalá como ganadores. Una
investigación fiscal hizo que la carrera cambiara de dueño y de nombre, Tour
DuPont y se celebraran seis ediciones con ganadores de postín. Todo acabo
cuando este propietario fue condenado por asesinato.
Uno ya no sabe a quién temer
realmente si a ese Trump que se enfrenta envalentonándose, gamberro, ante todo
lo razonable o a ese Tour de France que perdura sobreviviendo a lo más salvajes
ataques que tampoco se resisten sin recursos poco aconsejables para la media de
los mortales.
No hay comentarios:
Publicar un comentario