Por mucho morbo que
provoquen no me agrada nada seguir los pormenores de muertes violentas.
Pasarlos por alto puede llegar a ser una clara muestra de insolidaridad; poner
el foco en ellos, por el contrario, puede suponer una cadena interminable de
preguntas y, en consecuencia, un desasosiego que me puede sumir en la más
profunda de las depresiones. Recuerdo que resultó inevitable seguir la historia
de la muerte de aquel niño en el barrio del Antiguo. Es imposible no
interrogarse por las causas de la muerte, y más del asesinato, de un niño. Pero
los recuerdos, aun los de los sucesos más trascendentes, son fútiles y se
evaporan hasta el más completo olvido.
El que los papeles han
venido en llamar caso Julen nos ha devuelto la memoria y con ello las
interrogantes. No poco ha contribuido a ello el duelo jurídico que se intuía espectacular
tras conocerse los nombres de los letrados nombrados por las partes para la
acusación y defensa del posible asesino de su hijo. Durante las sesiones se
iban a desentrañar cuestiones que, según mi opinión, eran evidentísimas para una
opinión pública dispuesta, por ejemplo, a figurarse el detalle del mapa del
itinerario certero de un cuchillo teledirigido.
El jurado ha sido unánime,
culpable. Me queda para siempre en el recuerdo el tono vehementemente
convencido del abogado de la defensa, hombre de trayectoria profesional
dilatadísima, que cuenta en su haber con hazañas jurídicas aterradoras y que no
parece que tenga necesidad de meterse en estos líos para tener cubiertas sus
necesidades básicas. Más que un anciano actor me pareció un convencido de su
verdad. Me entró un miedo atroz cuando habló de error judicial. Sería terrible.
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