Se me pierden en la memoria las
primeras torrideces. Fueron fuertes. Acabaron entre rejas los huesos de
mandatarios primerísimos del futbol. La cosa prometía. Es lo que tiene el
verano, ni porque haya más luz y claridad se han de ver las cosas más claras.
Ni es más estúpida la gente estúpida, ni las injusticias son más injustas, ni
las sombras, ¡oh paradoja!, se despejan con más facilidad. No recuerdo si era
por sanjuanes, cármenes o sanignacios, dichos todos ellos en plural incluso por
los de habla castellana, pero sí que fue así.
Luego vinieron esos enjambres de
neoburgueses paternales acudiendo a corridas de territorio. Siguen, aunque
menos, oliendo a viejo de Vuelta Abajo e irradiando una feroz bonhomía que
nadie les agradece. No se sabe cómo se las arreglan para no acertar a disimular
esa negra esquina, la esquina B, del billete de cien euros, esa que despierta
la curiosidad de quienes, nominita va nominita viene, somos incapaces de
atesorar un billete que supere los tristes máximos de los cajeros, cincuenta.
Pueblan las crónicas de sociedad y suelen disfrutar de provisionales páginas de
estío propias.
Por las vírgenes de agosto una
vergonzosa cumbre de proveedores y consumidores pone paz, qué pretensión, en el
tema de los sabotajes al txutxú en plan Río Misterioso de Igeldo. No sé por qué
se ríen cuando decimos vírgenes o sansabeastianes y no lo hacen por sanjuanes o
cármenes. Las noches acortan, los anocheceres se enfrían, próximas las regatas,
Donostiarra tanda de honor, cuarenta a cien, y el festival. Se acabó lo
suntuario, vuelven, mal menor, el futbol, tarifa plana, y horror, los toros a
la página de cultura. Circulan, cautas, las conciencias.
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