Se pone
fea la cosa. Ínclitos donostiarras suscriben que reconocen el influjo histórico
del turismo en nuestra ciudad, aseguran que nunca alcanzó las cotas actuales de
invasión. Hablan como si el Paseo de la Concha lo hubiera construido alguna
deidad o hubiera asomado por generación espontánea; o como si varios de
nuestros más señeros edificios no tuvieran que ver con fenómenos estivales. Cuentan
de reuniones vecinales en las que los mayores describen la Plaza de la
Constitución con una imprenta, una librería, la que algunos machacaron hasta
que se fue, una carpintería, una zapatería, una carnicería, una tienda de cacahuetes,
una pescadería, una oficina de seguros… olvidan, o no son tan mayores como yo,
fruterías, ultramarinos, la tienda de arte, atacada a bombazos por la extrema
derecha, y la plaza, la plaza que, no es que yo me enterara mucho por entonces,
se utilizaba como aparcamiento de coches, con un señor mayor bajito que cobraba
el ticket, entonces sin IVA.
Hablan
de ubicar en el núcleo de las políticas públicas al “vecino” y a la “vida”,
llegando incluso, ante leyes injustas, a la acción directa y desobediencia
civil. Gentes, de la calle, que no han conocido otro sueldo que el público,
protestan contra quienes les critican desde sillones y despachos. Acusan a
estos de pretender una involución en el proceso de convertir San Sebastián en Donostia y querer estrangular una dinámica favorable a una República Vasca de
izquierdas imponiendo a la fuerza turistas y turismo, a más de diluir nuestra
lengua y cultura.
No, no
puede ser el turismo la norma eje de nuestra ciudad. Se puede estar contra el
turismo y tener razón. Pero, esto es otra cosa, es lo de siempre. ¡Y no!
No hay comentarios:
Publicar un comentario