Recoge Umbral en su Diccionario de Literatura
la figura de Ramón Eugenio de Goicoechea. La única información que proporciona
es que fue un escritor de posguerra que intentó suicidarse arrojándose al paso
de una procesión. Indagando un poco, llegamos a saber que el tal era un bilbaíno vital,
carismático, seductor, de carácter acanallado y peligrosamente autodestructivo
que nunca trabajó y vivía de los sablazos. De
él decía González Ruano que se suicidaba cada noche y nadie comprendía
cómo nunca se les moría del todo. El mentado intento de suicidio siempre me
pareció una idea fascinante, irresistible, une muerte de las más dignas.
Ya no quedan procesiones para emular el intento y posponemos
la idea para mejores tiempos. Pero puestos a goicoechizarnos podemos encontrar
propuestas más contemporáneas. Podríamos suicidarnos arrojándonos a un océano variadísimo
de bonos navideños. Navideños sí, pero institucionales y públicos, son
garantía. Los hay de pueblo, de ciudad, de país, de territorio, de consumos, de
comercio, de lengua, de cultura. Morir degollado, decapitado, por un bono, un
corte de venas con el territorial, con el local, sería una muerte ejemplar,
heroica, modélica.
Empiezo a pensar que las instituciones creen
que en lugar de tratarnos como ciudadanos deben hacerlo como si todos fuésemos
concursantes de televisión en busca de cheques regalo, que les ha dado por
confundir la distribución de los recursos con dotaciones de premios feriados, y
que nuestras necesidades son una materia prostituible ante aquellos que
disfrutan practicando una generosidad de pequeño rico que confunde e insulta
más que ayuda. De suicidio.
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