Desde
las vísperas del MS-DOS se consideraba avanzado y ducho en el manejo
informático, aunque la computadora lanzara mensajes de error que
rezaban, en inglés claro, “déjame en paz y saca a la cabra a
pasear”. Siempre había sido de la opinión de que el mundo y la
gente eran capaces de comportarse razonablemente y preocuparse de lo
que llevaban entre manos y pudiera afectar al resto.
Lo
pasaba mal cuando los fallos eran inimaginables. Por ejemplo, la
devolución del aparato electrónico que le colocó un amable
operario que adujo desconocer como iba y recomendó toquitearlo para
familiarizarse con él y descubrir su funcionamiento. O peor, cuando
devolvió la nevera que los dos jóvenes que la instalaron se
empeñaron en que era así, que cada vez que abrías la puerta se
desplazaba cinco centímetros. No dormía pensando que aquellos, de
la edad de su hijo, fueran despedidos sin ningún miramiento.
Pero
que le fallara Hacienda era lo último. El código de acceso a su
autoliquidación era erróneo en todos los intentos y navegadores. La
chica del teléfono le decía que era el primer caso en la historia,
que a ver si leía correctamente, que si no sería que iba con la
declaración del año anterior. Sintió que el progreso y la
tecnología, que él tanto aplaudía, se conjuraban contra él.
Siguió teniendo fe en la institución, pero se imaginó con cara de
bobo o de banco de pruebas.
En
la cola del super optó por la caja de cuatro referencias. De las
máquinas se podía espera cualquier cosa, pero ¿de las personas?
Una señora y la cajera misma le advirtieron de que era una cola para
los de sólo cuatro. Tuvo que responder. ¿Tengo yo cara de llevar
más de cuatro referencias?
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