En
nuestro recuerdo se ve que se ha sufrido, mucho y repartido,
desigualmente repartido. Han sufrido los nacionalistas, les va en
ello, al sentirse perseguidos y violentados. Han sufrido los no
nacionalistas por perseguidos y violentados, y porque muchos
entendían que si sufrían era porque no hacían esfuerzos en
evitarlo. Los unos pudieron gritar su dolor, los otros se veían
obligados a esconderlo. Vivimos y padecimos toda la injusticia de la
que es capaz de guardar nuestra memoria, toda la que cupo en ella.
Hoy,
con la paz decretada hace bastante, vivimos oficialmente en la
convivencia, como cuando llueve o nieva oficialmente, como cuando
oficialmente hace buen tiempo. La situación es mejor que cualquiera
de las vividas. Nos ha entrado el furor por la verdad, la justicia y
la reparación, cosa que, oficialmente, es buena. Nuestras
instituciones apoyadas en su, casi siempre, buena intención y
múltiples y prestigiosos profesionales de la paz, están
desempeñando un papel de notario y levantan acta de aquello que nos
sucedió. El resultado es un batiburrillo estadístico que,
supuestamente, nos debe de servir como diligencia previa a una
resolución de justicia plena.
Me
requirieron para participar en una de esas. Me entró la congoja, el
miedo a contar, a no saber contar, a revivir y aumentar la
incomprensión, y pedí que constara que había retirado mi
testimonio. Nunca he sabido explicar ese sentimiento crítico pero
respetuoso que me embarga. He hallado la frase justa en una
publicación azpeitiana de ese carácter, se la adjudican a María
Uria: “resulta muy difícil describir la tristeza”. ¿Si en lugar
de tanta acta exigiéramos apoyo e impulso a una veraz descripción
de la tristeza?
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