Un amigo me descubre a un Unamuno que no
conocía. Veinticinco años, contundencia de pensamiento de un veterano y
transparencia asombrosa en el decir. Siempre radical. No disimula su pugna con
los seguidores de San Ignacio y señala, bien claro, una como inquina que no
extraña y que en cualquier página futura puede compensar con creces. A su vez,
apunta unas maneras de turismofobia condimentadas de integrismo patrimonialista.
En sus apuntes de viaje por Francia, Italia y Suiza habla de la ridiculez que
le parece la ciudad de Roma. Le parece un pueblo nuevo, novísimo, como
cualquier otro, que se diferencia de ellos porque empotra monumentos viejos y
recuerdos entre hoteles y construcciones modernas. La conservación de un
edificio histórico sin aquello que le rodeaba y vivía en su derredor le parece
el embalsamiento de un León, cosa de bastante mayor bajeza que su enjaulamiento.
Dice, por ejemplo, que la restauración de la casa nativa de San Ignacio es como
echar a perder un buen libro con notas de un editor estúpido.
Cual Unamuno de tercera, en una zona
geográfica europea que se gana la vida a base de empotrados, observo que estos
sirven de soporte a mástiles y banderas de instituciones cívicopolíticas,
económicas y empresariales. Suelen estar éstas, las banderas, sucias,
decoloradas y deshilachadas, irreconocibles casi. No sabe uno si achacar el
desaliño a la dejadez o a una expresión de desafecto que podría resultar preocupante
dependiendo de lo que simbolicen. Pero viendo, estos días, estos años, a lo
largo de la historia, el perverso y espurio uso que de ellas se hace, me da que
se hace con ellas cumplida justicia. Se les da su merecido, que se pudran.
No hay comentarios:
Publicar un comentario