Las
convulsiones sociales y políticas, por intensas y fuertes que sean,
acaban amainando y muriendo. Algunas perduran en la historia y en el
recuerdo, y otras laten, se supone, enterradas en el olvido. Uno se
pone a echar un vistazo a las que recuerda, o a las que le hacen
recordar, y
entre
las múltiples sensaciones que le embargan es de destacar la del
asombro. Me horrorizo, se me revuelve la conciencia, las menos me
colma de satisfacción, pero siempre flota el asombro. Me asombra la
habilidad humana, la capacidad social, de poner distancia al tiempo,
embellecer, y de qué manera, los recuerdos y ubicarnos en la
historia.
Hoy
es el día en que es bastante complicado topar en nuestra vida con
gente que no oculte o maquille su descendencia de progenitores
franquistas, falangistas o carlistas, de funcionarios del régimen y
otras especies proscritas en nuestra corrección política. Todos
somos hijos del apoliticismo o de la persecución política. Si
hiciéramos estadística se podría concluir que casi nadie hizo la
guerra con los que se alzaron contra la democracia, ni por supuesto
simpatizó con el régimen.
En
pocos lustros nadie de los que hable mostrará ni simpatía, ni
relación, ni afección con la violencia política que ha,
cruelmente, existido y nos ha tocado vivir.
Acabo
de terminar la novela La
desaparición de Mengele.
Narra la vida prófuga del médico que fue seleccionador de víctimas
en Auschwitz y realizó miles de experimentos mortales con todo tipo
de prisioneros y prisioneras. Logró malmorir sin que ni el Mosad, ni
aliado democrático alguno consiguiera dar con él. En una ocasión
lo detuvieron en Argentina, con nombre y apellidos veraces, por un
par de días, por prácticas abortivas.
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