El
de ayer solía ser el día de todos aquellos que están en el cielo cristiano sin
nosotros saberlo, al no estar canonizados. El de hoy era el triste día de los
difuntos, de almas en espera de purificación sufriendo en el purgatorio.
Acumulamos conocimiento litúrgico y de rituales fúnebres para un sinfín de
doctorados. Nuestras vivencias funerarias infantiles eran una celebración.
Nuestras insistentes visitas a las capillas ardientes mandaban a los difuntos
al otro barrio como si se hubieran meado encima, nos pasábamos día y medio
rezando rápido y echándoles la bendición con isopazos o laurelazos de agua
bendita. La gente del velatorio se ocupaba en sus cuchicheos y algo de anís. El
vivo al bollo.
El
acto estrella, llegaba en el momento en que metían al difunto en su fosa de
tierra. Tras humildes y resignados latinajos y responsos, entre los alientos
fatigados de portadores y allegados, las allegadas no iban, depositaban el
féretro en lo hondo y sacaban las cuerdas. Alguien tiraba suavemente un puñado
de tierra sobre el féretro. Se abría la veda, nuestras inocentes y cándidas
manos buscaban puñados de tierra y piedras, a más grandes mejor, y despedíamos
a la triste ánima con una lluvia de piedras como si la hubieran lapidado. Hasta
el próximo funeral.
Recuerdo
una vez en que no nos atrevimos a perpetrar la ceremonia. Fue el entierro de
una abuela extremeña. No olvidaré la impresión que me produjo la insólita
escena del hijo de la finada lanzarse sobre el féretro entre escandaloso llanto
y gemidos agudos. Que bien poco debió de llorar cuando en vida hubo algún
momento en que le dio puerta, es lo que me dijo una persona mayor que consideró
que no merecía compungimiento alguno determinada gente. También me impresionó.
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