Si las instituciones, en lugar de pagar
las inversiones en carreteras y vías ferroviarias, decidieran repartir el
importe total del coste entre cada uno de nosotros por igual, harían una distribución
equitativa, la más justa, de los recursos de todos. El adjetivo a añadir a esa
justicia no me sale. Si encima nos dijeran que ahí nos las arregláramos, nunca
faltaría un grupo de gente que hiciera algo a su exclusiva conveniencia y nos
intentaran convencer de que su acción supondría un gran ahorro de gasto
público. Sería todo muy distinto. Igual, casi, como si en lugar de curarnos el
cáncer, la gripe o el reuma, nos dieran en mano la parte de gasto que nos
corresponde en la financiación del sistema de salud y nos las tuviéramos que
arreglar cada uno. A lo mejor llega esa equidad y nos vacunan del todo y de
todo.
Es un debate que razonable y civilmente
se produce, casi sin interrupción, en el terreno de la educación. Al hilo de
nuestros próximos presupuestos y con la perspectiva de un debate general,
proclaman a los ciudadanos las redes privadas, ikastolas y cristianos, que
estas políticas les obligan a cobrar cuotas, que sus recursos son limitados y
no pueden responder a las reclamaciones salariales sin aumento de la portación
pública.
Mala es, en mi opinión, la proclama.
Mala la falta de pudor de quienes exhiben de forma simultánea la voracidad
financiera y su carácter y vocación incongruente y soberanamente privados. Pero
inadmisible es que se inculque en los escolares de esas redes la conciencia de
que los impuestos de sus padres pagan la educación pública y que el sistema no
aporta un céntimo en la suya. Falacia e injusta diferencia.
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