Julián Joxe nunca fue mal chico.
Travieso como la media, más o menos, y de joven sí que pasó por un período algo
bala. Ardores juveniles le llevaron a ser atleta rural, pentatleta, y a apropiarse
de alguna esfera pétrea de verja de casa noble para sus entrenamientos, actos
más de pícaro que de ladrón. Casó con Luisi y se instaló en el pueblo y
domicilio de los padres de ella. Casa y pueblo, entró con buen pie. No se le
recordaban defectos reseñables, salvo ese pequeño exceso de mundanía que
algunos profesionales autónomos prósperos suelen asomar hasta que se les va
haciendo próximo el momento de la pensión. Hasta fue elegido concejal.
Un buen día la discusión de la
esposa con sus padres se acaloró más de lo normal y Julián Joxe, expeditivo,
adoptó una decisión que, vista desde hoy, fue más digna que inteligente. Salió
de aquella casa argumentando que su mujer, la hija de la casa, nunca más
volvería a ser tratada de aquella manera. La esposa no cruzó el umbral y
nuestro personaje se tuvo que venir para el pueblo sin compañía. Los días que
le sucedieron la comidilla fueron las vueltas que Julián Joxe daba a la
centralita telefónica con las intenciones que todos le suponíamos.
A mí mismo me pasó un día que discutí y
salí de casa sin mi habitual servicio de escolta. Cerrada la puerta me di
cuenta de mi situación. Llovía y no había alma en la calle, me refugié en mi
paraguas. No volví a casa hasta que no tuve conciencia de que mi felicidad dependía
de factores que eran mucho más importantes que una falsa sensación de
indignidad.
Cuánto me acuerdo de Julián Joxé, y de
mi paseo sin escolta, cuando me llegan los ecos, pavorosos muchos, del Brexit y del procés. Pena, no envidia.
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