EL DIARIO VASCO 14-12-2012
Me puede el
vicio de estar. Estar, estar y estar, y si no fuera una traición a mí mismo,
fumar. Cada vez que tengo que caminar, lo hago con agrado pero no tanto, es
porque me veo obligado a ello o por esa intranquilidad que inoculan en mi
frágil conciencia los permanentes veladores de nuestra salud, que si la edad,
que si el corazón, que si la barriga cervecera. Aunque lo parezca la mía no es
cervecera. Como el Cid, sangre, sudor y lágrimas… cabalgo, cabalgo y escruto,
por tanto me siento escrutado.
Pero hay
más elementos de inquietud en esa ruta que practico cuando la luz de la noche
empieza a reinar. Inquieta el gentío que transita el paseo de La Concha hasta
el Antiguo, nos tenemos que sortear en eses unos a otros y no todos somos igual
de cívicos y convivenciales, los hay que se piensan que la barandilla es suya y
no se apartan de ella ni para irse al baño, haciéndonos sentir, además, que
siempre vamos a contramano. Nada comparable con los bufidos y resoplidos de
atletas que uno teme que si no escupen al aire es porque no son de élite; o con
esa iluminación, me río de la contaminación lumínica, que te obliga como si
estuvieras echándole una carrera a tu propia sombra que te adelanta y la
adelantas sin cesar.
Yo sé que
la gente no somos mala gente y queremos vivir en armonía, y que no debo
transmitir mis agobios. Pero al próximo entrenador vocinglero que pase gritando
a su grupo ¡Hemos decidido ir despacio para ir juntos! ¡Tú, con todos o véte a
casa! le endilgo un ¡Esa ostentación de autoridad la haces en tu casa! ¡Idiota!
Y quizás me relaje el paseo.
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