Es bonito
contar como se fue niño si el recuerdo se aliña con un poco de cariño. Pero
poca gente renunciaría a ser adulta para retroceder a la más feliz de las
infancias vividas. Es que yo creo que ser niño es, sobre todo, no ser lo suficientemente mayor y querer serlo a toda costa. Es su signo predominante.
Recuerdo haber padecido esos hábitos de los mayores que a uno no le dejaban ser
mayor y lo infantilizaban injustamente: la costumbre de mi madre, ahorrando
tela, de cosernos los pantalones extremadamente cortos y sin bolsillos, así no
había quien fuera mayor; la manía de obligarme a echar la siesta, obligación de
la que estaba libre cualquiera que tuviera no muchos años. No había forma de
ser mayor.
Mi tío
Xilbo manifestó en su niñez su ardoroso
deseo de ser mayor para poder llegar a ser un pordiosero o mendigo y perseguir
en esa condición, garrote en mano, a cuanto niño se le pusiera delante. Es una
perspectiva de vida comprensible en exclusiva desde lo infantil, y comprensible
también en quienes tienen la obligación de comportarse y actuar sin atender a
explicaciones, siempre al dictado de gente que incumple sus propias
recomendaciones y sin derecho a saber el por qué de las cosas. Este es el
pensamiento que me asalta cada vez que cruzo un paso de cebra con niño en
frente o alrededor, cada vez que contemplo el fluir peatonal diario, porque
pienso que los niños urbanos querrán ser mayores, pero ya mismo, para poderse
saltar los semáforos en rojo. Pero todos los semáforos, sin dejar ninguno, como
los mayores.
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