Y es como
si hubiera sucedido lo peor, efectivamente por reyes le echaron un libro, un
libro electrónico. Se desencadenaron las reacciones. Todo menos mostrar ante la
gente el alelamiento ante un cachivache que nos atrae a sus mandos como sirena
al marinero abducido. Lo mismo le había pasado con el móvil y ahora no puede
dormir sin el whatsapp. Dijo bien alto que era absolutamente incondicional del
libro en papel.
Tras la
aclamación, se desencadenó un torrente de comentarios en defensa del soporte
libro y un desfile interminable de lectores sólo en papel. Hablaron hasta los
del Marca que, todo hay que decirlo, son los que menos leen. Al hilo, alguien
habló acertadamente sobre la conspiración mundial contra la lectura, del cierre
de librerías, de la poca inversión en
bibliotecas y de eso que decía Juan Cruz de la idea que nos están infundiendo
de que leer, al fin y al cabo, no es tan sustancial para vivir y que además es
caro.
Llegado el momento, cándido yo, llegué a identificarme con
casi todo lo que se decía en ese furor simuladamente lector condenado a todo
tipo de privaciones. Por mucha razón razonable y de compromiso obligado que
venía incluida en la pose lectora empecé a pensar que estábamos al borde de la
blasfemia contra todo lo que es modernidad, que no todo tiene que ser como en
los viejos sermones acerca de la obscenidad del cine. Paré y me pregunté acerca
de la sarta de antigualladas reaccionarias que se tuvieron que oír cuando la
imprenta de Gutenberg echó a andar. Avergonzado doblé la cabeza para leer.
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