Avísenme si
les aburro, pero el del libro es un tema apasionante. Confieso que pasaría un
apuro si tuviera que hacer un distingo entre la canónica y la literatura de
kiosko. Soy un fan de las ediciones de bolsillo y me gusta escudriñar en sitios
que facilitan la lectura súbita e imprevista, en la papelería contigua al
portal del dentista u oculista, en los puestos de venta que nos suministran
letra impresa en situaciones de espera programada o no, y en otras. Casi todo
lo que popularice al libro me parece bien.
Siempre
echo un vistazo a la sección en los hiper y grandes superficies comerciales y
compro, entre legumbres y chocolates, títulos que, por lo que sea, no compro en
librería. Quiere decir que puedo perder el libro, dejar de leerlo a la tercera
página u olvidar su lectura en cualquier momento y no me empieza a doler nada
por ello. Reconociendo que de esa manera he disfrutado de numerosas
satisfacciones, digo también que con la popularización avanza pareja la
desconsideración hacia el libro y que eso se me hace menos soportable.
Soporto que el desaguado del congelado moje una portada de
Eco o Murakami, o que el defectuoso tapón del champú pringue a Zabaleta o a
Gala, pero que a uno lo tomen por delincuente al pasar por caja con un libro y
le obliguen a vaciar todas las pertenencias es como para ilegalizar al hiper
por atentado a la cultura. El chaval confesó que el libro de su mochila, el que, cual artefacto asesino,
hacía saltar la alerta antihurto, era de la biblioteca de San Sebastián y lo
soltaron. Así no hay quien lea.
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