Nos soltaban a la calle con toda
tranquilidad, solos, sin ninguna compañía y ocupábamos los espacios públicos.
Eran nuestras estancias, las plazas, los pórticos, puentes, prados, praderas, pozos,
charcos, ríos y riberas, muros y pretiles, tramos de calle y carreteras con
poco tráfico, todo lo que los adultos no tenían ocupado. Nos reuníamos allá.
Charlábamos, jugábamos, nos aburríamos, nos peleábamos, reíamos, llorábamos.
Volvíamos a casa y si alguien nos escuchaba contábamos los detalles. No
recuerdo que nunca me dijeran que no anduviera con nadie, fueran de fuera o
hablaran distinto. Nos mezclábamos todos. Solo nos aconsejaban que con mayores
que nosotros no, porque acabábamos cobrando, llorando y perjudicados.
Hoy ningún niño de bien anda en la calle
sin madre, padre o acompañante. Cuando ha llegado a casa no tiene nada que
contar, los adultos ya lo saben todo y tampoco tienen tiempo para estar. Los
espacios públicos dejaron de ser estancias, nadie para ni repara en ellos, son
lugares de tránsito, de la escuela a la academia, de la academia al
polideportivo, del polideportivo a la panadería, de la panadería a casa. Nunca
están solos, el acompañante adulto les protege y vigila, mientras se reúne y
charla, o fuma, con grupos de iguales, sin mezclar colores, etnias,
procedencias, lenguas, ni otras inconveniencias, les impide jugar en compañías
raras. Y a eso le llamamos diversidad, lo es. Y la diversidad aumenta, crece,
se multiplica, pesa, toca, oprime, duele, la reconocemos. La reconocemos hasta
cambiar de plaza si es que es preciso
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