Me equivoco
cuando me siento capaz de acotar con cierta precisión los períodos negros de mi
vida, los años de suplicio, los meses de dolor y los días de castigo. Con todo,
es seguro que todo ha sido mucho más largo de lo que nos merecíamos. Ya para
entonces los nubarrones de la violencia flotaban sobre mi y sobre mi
campanario, pero entendía que algún atenuante podría salvarme y que en el bando
de la inquina alguien podría considerarme respetable y meritorio en algún grado.
Un buen día
se supo que Balentín Lasarte, a quien frecuenté y traté, era componente de un
comando asesino. Se hundió mi frágil mundo, se desmoronó mi afable relación con
su familia. Ante mí y los míos declaré que mi período de hipotética gracia se
había acabado y percibí que mis méritos no serían tenidos en cuenta, que dejaba
de ser persona para ser sólo un cargo cien por cien ajusticiable y ejecutable.
Se abrió un largo paréntesis.
Estos días
he visto a Balentín en prensa y medios, demasiados y no todos con ánimo
informador, al aire libre y en cumplimiento de condena acudiendo a un cuartel
de la guardia civil. Obvio contar el temblor de espinazo que me invadió y me
dura. No puedo hacer lo mismo con toda aquella gente indignada, herida u
ofendida. Entiendo aquellos sentimientos y resentimientos que, por fortuna, no
tienen que ver con la justicia. Y tengo la impresión, lo tengo que decir, de que
mi largo paréntesis, tal como se abrió, empieza a cerrarse, que necesito que se
cierre. Duele.
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