Estaba
radiante por que pasaron el día juntos y risueños. La criatura, no llegaba al
año, no protestó en ningún momento y respondía con miradas, sonidos y
movimiento que se entendían de gratitud y bienestar. En esas circunstancias le
importaba un pimiento que le llamaran anciano y tenía razón, la cuestión no es
ser más o menos joven si no ser o no feliz. Lo era. Le enseñó a hacer caricias,
a meter cosas en la cajita, a señalar objetos dibujados. En ningún momento
faltó una sonrisa de éxito o una mirada que solicitaba el asentimiento o el
aplauso. La complicidad era total y le llevó a pensar que nada es igualable a
la sensación de sentirse querido.
Al anochecer empezaron las
irrupciones de llanto. Tras breve y concienzuda observación decidieron que ni
dolor ni sueño, que era hambre. Sentada en el brazo, la criatura se erguía y,
como si se dirigiera al universo entero, a nadie en particular, lloraba
sonoramente. La promesa de que le calentaban el biberón, ya, no acallaba el
llanto cada vez más estridente. Se solucionaría en un plis-plas pero empezó a
pensar en lo terrible que tiene que sonar el llanto de los niños que sufren
hambre continua, estructural. Desistió de colocarse delante del espejo, como
hacía un rato se divertían aprendiendo muecas, y mostrar a la criatura la
fealdad de quien llora. Pensó que eso era una crueldad, a secas. Volvió el
pensamiento a los millones de niños con hambre, los imaginó soportando, sin
esperanza, ante un espejo, una cámara, y se le ensombreció la perspectiva del
nuevo año, no menos cruel, quizás, que el anterior.
No hay comentarios:
Publicar un comentario