Ciudadanos
israelíes suben a las colinas de la ciudad de Siderot para de allí contemplar
bombardeos y ataques a Gaza al igual que el jurado ve los fuegos desde la
terraza del Hotel de Londres. Fuman, beben y aplauden, ¿comerán palomitas?, ¿se
magrearán?, ¿se aburrirán y dormirán? A esta contemplación panorámica -niños
mutilados y muertos, cadáveres escombrados, escuelas, hospitales, casas y muros
caídos como un juego de arquitectura mal levantado-, se la ha venido a llamar
cinema Siderot. Es el nombre de la ciudad que tiene la fortuna de contemplar
una guerra real en vivo. Son espectadores en tribuna. El resto de la
civilización seguimos los acontecimientos en butaca de preferente viéndolo en
la televisión y en los periódicos. Eso sí, nuestra solidaridad es directamente
proporcional al horror del espectáculo, quizás no al horror de la guerra. ¿Sería
lo mismo si las víctimas de Gaza fuesen capaces de describir a su público como
el condenado a muerte de Víctor Hugo, creo, lo hace camino del patíbulo?
De
todas formas casi nada es nuevo ni sorprendente. Nos recordaba Iñigo Aranbarri
en un artículo cómo el organista Izurrategui, hooligan del general Mola, subía
a los montes de Elosua para contemplar la belleza de los cañonazos de los suyos
o la excitación que le provocaba el silbar de las balas en la subida a Elgeta.
Baroja
contó la del dueño de un prado encima de Behobia que cobraba cincuenta céntimos
por ver la guerra en Irun y la de los de Biriatou intentando lo mismo Hoy lo
vemos todo gratis desde la televisión pública, esa raquítica conquista del
hombre.
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