Asesinaron a Juan Mari Jauregi, calculé
que me quedaba poco y me dí a la fuga. Corría ciego y me pararon –¡tómate algo
con nosotros¡- el cura filósofo y el amigo que vermoutheaban en las terrazas de
julio, me lo oyeron con el mismo interés que si fuera el cuarto gol de la Real
a la Cultural Leonesa. Mi vergüenza recorrió la fuga por diversas ciudades
españolas durante días. Hoy, no sé si es vergüenza o es honor, si honra o
tacha, como ocurrió con la memoria del fascista que, falto de arrestos para
obedecer la orden de matar inocentes, bajó el fusil y se cagó, literalmente, a
los pantalones dejando el relato en herencia. El fascista tuvo la suerte de una
descendencia que contó la cobardía como antifascismo.
Hemos sido testigos, estupefactos, atónitos, de dos
homenajes a Juan Mari. En uno de ellos, entre amigos y familia, apareció y
ofrendó flores un implicado en su asesinato, que soporta el mérito de la
petición de perdón y una dura y profunda autocrítica. Sobre la aparición, de
momento, no me atrevo a emitir otro juicio que no sean mi respeto y conmoción.
El otro homenaje floral fue institucional con la completa, unánime y silenciosa
representación de las Juntas de Gipuzkoa. Asombraba e impactaba en este, ya no
inédito, la representación de los que jalearon el asesinato y la de los que nos
gobiernan. La condición de la unanimidad fue el silencio, el silencio de una
cámara cuya primera obligación es hablar, silencio que si no se rompe expresa
que los gobernados vivimos en libertad condicional, independientemente de cómo
se vaya a contar luego.
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