Desde
que me contaron la historia siempre imaginé el paraíso verde, ajardinado y
lleno de frutales, nunca lejos de un río donde el agua corriera fuerte pero sin
agredir, igual que aquel hierbal de Urrestilla. Cuando visualizaba a Adán y Eva
expulsados de él, los veía caminar por el camino donde jugábamos. Las
dimensiones de mi mundo no daban para más. Con posterioridad, dependiendo
siempre de lo visto y lo relatado, formatos y escalas se han modificado a
velocidad inversamente proporcional a mi progresión biológica. Hoy, me cuesta
dar con la visualización de lo que sería el paraíso.
Puesto
a imaginar un paraíso, y teniendo en cuenta que no todos a una cabemos en
Lizarraga, me lo imagino como San Sebastián en Semana Grande, divertida,
participativa, plural y euskaldún, con toques sociales, responsables, y de
género. Cuesta superar nuestro nivel de satisfacción. Pero no me adapto en ese
paraíso. Es como si todo el día tuviéramos que corretear, marido y mujer,
intentando afanarnos una silla libre en una terraza de café y, ante la
imposibilidad, decidiéramos que es un mal muy menor encontrar un espacio doble en
un banco público.
Siempre
solemos dar con un banco, y a buenas se está muy bien, pero al ser de
protección oficial no suele tener vista panorámica. Te das de morros con la
persiana envejecida de un ex comercio, la sucia puerta de un ex bar o un vulgar
escaparate de agencia de seguros. Es la única perspectiva que alcanzamos a
tener en hora punta y lugar céntrico. Y, con todo, nos queremos y queremos a la
ciudad, mucho. Ciudadanos, otro día.
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