Harper
Lee publicó en 1960 su única novela, Matar
un ruiseñor. Alcanzó notoriedad y éxito memorable que aun perduran. Habita,
aislada y sin otro particular, en Alabama. La hoy llamada cultura, y lo que es
práctica cultural, rige de esta manera. Publica estos días otra novela cuyo
título no me animo a recordar, una novela anterior a Matar a un ruiseñor guardada
durante años por la autora, sin intención alguna de publicarla porque, al
parecer, consideraba que ella ya había dicho todo cuanto tenía que decir y no
estaba por la labor de la parafernalia de otra publicación. Es razonable pensar
en la probabilidad de que ella no sea consciente de la publicación, y es seguro
pensar que, hoy, lo único importante es lo comercial frente a lo literario. Si
resultara que la novela es buena no será porque sus promotores lo hayan
pretendido que lo sea, ni por hacer un favor a la literatura universal.
Viene
ocurriendo con Baroja. Cada cierto tiempo ven la luz inéditos de Don Pío, que
en vida decidió no publicar, relacionados con la guerra. Me apena, como
devoto de Baroja, descubrir en esas memorias involuntarias, ciertas
mezquindades personales de las que nadie estamos libres, pero que son un firme
argumento para que merme ese don que se usa en su tratamiento.
Nada
nuevo, pero deberíamos advertir, a representantes políticos y responsables
culturales, privados y públicos, que lo que se transmite por árbol genealógico es
la herencia económica y sus derechos, no seré quien los niegue, pero que la
herencia intelectual, la que debiera prevalecer, puede ser, suele ser, lo más
ajeno a la familia y allegados de artistas con hambres de economía.
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