Florena había venido del caserío a
servir y ya hacia tiempo que se había hecho de aquí, de la pequeña ciudad. Las
tardes de los domingos paseaba por la Concha, acicalada y arreglada, con la
desenvoltura de cualquier natural. Aquel domingo se sintió que la veían
atractiva como nunca, todos clavaban la mirada en ella, pensó que esa tarde
lucía particularmente guapa. Al mucho rato, se dio cuenta de que llevaba una
media caída hasta la pantorrilla que no era precisamente su punto más
atractivo. Desde entonces vive con la convicción de que si alguien se vuelve para mirar el traje que uno lleva, lo hace
porque no va bien vestido.
En
la conocida como ceremonia de los Goya – ¡como que no oí yo misas con menos
sermón en tiempos!- se presentaron tres de nuestros más osados representantes
políticos con proyección, Sánchez, Iglesias y Rivera, vestidos cada cual para la ocasión. Nos volvimos todos para
mirarles. Sánchez iba trajeado, camisa limpia y pecho descubierto, Rivera e
Iglesias iban empajaritados ¿me explico? Dentro de tanta normalidad extrañaba
la etiqueta de aquel que fue remangado a la cita con el monarca.
Sn
ánimo de contribuir a un linchamiento carca y rancio, busqué una explicación
bondadosa de la etiqueta. La única que se me ocurrió, y que después corroboré,
fue la del respeto al cine, en cualquier caso más que al jefe del estado. Esta
explicación puede resultar convincente para quienes piensan que la única manera
de expresar respeto y pleitesía son el chaqué, la levita y la pajarita,
argumento asombroso e inesperado en quienes propugnan un vuelco radical y
decepcionante para quienes imaginábamos expectativas.
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