El candidato y otras gentes estaban
enzarzados en una discusión sobre quien era nación antes, España o Euskadi o
viceversa. Les mostré mi extrañeza por esa preocupación. Me mandaron a
estudiar, a documentarme, o sea, a freír espárragos y hubo quien me comparó con
alemanes indiferentes a los brotes nazis. Es esta triste vida.
Y
en eso llegó el paso de la Vuelta a España por San Sebastián. Con la
expectación de quien el ciclismo es el deporte de sus entrañas y con ojos con
prisma de que Perurena es la firma, la única firma, salí a la calle. Fue larga
la espera. Era la calle San Martín repleta de gente en las dos orillas. Pasaron
los coches, las motos, banderines, rótulos, incluso gente que le gusta que la
vean. Los espectadores rezumábamos un punto de felicidad. Los había curiosos,
nostálgicos, festivos… Al contraluz, las figuras de los ciclistas se me hacían
grandes según se me aproximaban, apenas se les distinguían los colores hasta
que no estaban a la altura de uno, aparte de que los negros están de moda.
Pasaron. Pasaron con ese ruido, fluido ruido del pedaleo de un pelotón, creo
que es lo más bonito del ciclismo. Me colmé de emoción, aquella emoción
infantil. ¡Qué viejo estoy! Y, aunque manco, aplaudí a rabiar hasta a los
coches de los mecánicos. Éramos gentes que libremente aplaudíamos a unos
deportistas que pudieron pasar, al fin, libres entre gentes libres, como casi
nunca lo habían hecho. El candidato, bloqueado en sus trece, seguía en las
redes sociales y subió una foto que decía: La Vuelta a España pasando por San
Sebastián (España).
Me apena mucho que gente que, libre al
fin, ha perdido la capacidad de identificar la libertad, de disfrutarla y de
llamarla por su nombre.
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