Lo más honrado sería hacer un uso
pedagógico de las conmemoraciones en torno al asalto, violación, incendio y
posterior reconstrucción de San Sebastián. Independientemente de que, hoy, ser
honrado no parece una obligación, no por lo menos tanto como esos aurreskus,
ezpatadantzas y misas con txistularis que prodigan no menos que en cualquier
otro tiempo sin libertades. Pero esto es un detalle sin demasiada importancia
en comparación a ese espectáculo, mascarada, que protagonizan esos machotes con
libido artillero que se exhiben como un desviado cualquiera. Les da lo mismo
conmemorar lo que sea, la toma, la fuga, el trece, el treinta y uno, la muerte
que la resurrección, con tal de desfilar con marcialidad apática y desidiosa,
disparar, provocar explosiones, estruendos. Me parecen ridículos adultos que
juegan infantilmente a guardias y ladrones, a indios y vaqueros, a soldados
polvorosos, pero muy polvorosos.
No soy quién para censurarles su
afición ni para negar legitimidad a sus gustos y prácticas. Cada cual se
divierte como quiere, siempre que no incordie al resto. Pero entender, por
ejemplo, que esa forma de hacer el gamba, con petardos y cohetes, es recordar a
aquellos que dieron su vida por Donostia me parece una agresión cívica y un
desprecio infinito al rigor histórico. Que se diviertan como quieran, incluso,
así como lo hacen, pero que dejen de llamar a eso reconstrucción, por respeto a
la memoria de quienes decidieron levantar la ciudad, y a quienes exigimos que
se les aplique con rigor extremo la ordenanza de ruidos, y también a los que
claman que se les recluya en la unidad de sonados. También merecen respeto.
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