Comprado y pagado un cajón, me enviaron
a la planta de recogidas. Comenzó la espera, cambio de turno de los empleados.
Alguien habló de un hombre de camisa de rayas, éramos dos. Falsa alarma, aparte
de que no había ninguna persona con camisa que no fuera de rayas. Continuó la
espera. El otro, la otra camisa de rayas, empezó a hablarme de diversas cosas,
de su experiencia en el extranjero, de cómo dilucidaban las cosas y otras
menudencias, ninguna de ellas sorprendente. Empezó a entrarme el miedo de que
aquel señor me iba a meter en un lío. Le asentía en todo, o no le llevaba la
contraria en nada, y le dirigía palabras de aparente resignación. Acabando su
recorrido dialéctico, cuando barajaba la posibilidad de rogarle que se callara
o decirle directamente que no, remató su discurso. Me dijo que donde pasaran
los socialistas no crecía la hierba. Balbuceé tímidamente que yo era uno de… y
llegó el cajón salvador. Salí zumbando.
Frecuento un café estos días. Entre los
habituales, indefectiblemente, una señora departe con señores que suelen
coincidir. En días de proximidad oigo cuanto suelta la dicharachera, que no
evita la actualidad política. Por si acaso me sumerjo en el café y me tapo la
cara con la cucharilla. Pero hace un par de días llegó mi turno y fui una
víctima más de la simpatía. Me abordó y, sin otro saludo, me dijo que ella era
nacionalista. Para no ser el típico antipático que contesta con monosílabos, y
con ánimo de agradar, tuve el infortunio de preguntarle que a ver si así se
encontraba bien, en cuyo caso... Me interrumpió airada, diciendo que, que raro,
que todos salíamos por la misma. De verdad que lo que pretendía decirle era que
muy bien.
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