Los
acontecimientos le hundían en depresión. La lectura, la familia, algún
crucigrama, esa manera de fosilizar un idioma, eran sus únicos antídotos. Experimentó
con el fútbol. Con un bocadillo de tortilla de jamón, envuelto en papel de
aluminio cargado en la mochila, cruzaba despacio el pasillo de casa destino a
la sala, partido televisado de la Real. Intentaba vivencias forofas. La esposa,
en minuto nada poético, en un vistazo a la pantalla afirmaba que no había nada
que hacer, ni color, que les iban a caer bastantes goles. Y nada, se hacía
carne el verbo de la mujer, ganaban con ventaja los otros y él reprimía al
catalán medio que llevaba dentro para no ahogar la depresión en ira.
Eso era hasta
que llegaban las nietas y empezaba a prevalecer el menú televisivo infantil.
Princesas, castillos, carrozas, animales como personas, personas como animales.
La de cuatro años mostraba una hoja que había dibujado con varios muñecos en
fila y un muñeco mayor que, decía ella, era la profesora por quien sentía
veneración. Las profesoras se deberían llamar todas Norma y deberían ser todas
queridas. Decía que eran ella y las de su aula. La de dos años se reivindicaba
con insistencia ¿y yo? ¿y yo? La mayor la excluía diciendo que ella no era de
la clase. La bronca consiguiente no ayudaba al deprimido.
Por qué narices,
se dijo, los de Tauste se sentirán diferentes a los de Tudela, y viceversa. Es
que él no los distinguía. Pensó en lo molesta que resultaba la gente que, con
la excusa de la identidad, se niega a compartir ciudadanía y se preguntó que
cuándo coño alguien proclamará que la democracia consiste, básicamente, en el
control de las emociones y la represión de las pasiones.
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