Siguen
las semanas, una tras otra, brindando al sol, es decir sin interpelar a nadie,
por si acaso, para no molestar, no ofender, no perturbar, no poner nervioso a
nadie. Paranoico el que se dé por aludido, y entretanto como si estuviéramos
ciegos ante el espectáculo. Como el que no ve, como el que no quiere ver, como
si lo que pudiera venir no fuera por culpa, entre otros, propia. Grita el
silencio, callan las ideas, flotan las murmuraciones, pesa el runrún.
Le dicen aquellos, todos uno a uno, que
están muy tristes ante lo que sucede, no tan tristes como él estará,
probablemente, pero tristes, muy tristes, sin saber a dónde puede derivar todo
aquello. Aquellas otras no entran en detalles ni pormenores, pero quieren
dejarle manifiestamente claro que, apenadas, les entran ganas de llorar, que
prefieren ni saber nada, ni hablar. Y otros sienten el temor de dejar de ser
amigos por lo que ruegan no tocar el tema porque la cosa está que arde y
bastante lata le están dando otros, igual de amigos. Otras gentes hablan del
tiempo, de setas, de comidas, de salud, de cotilleos y minucias que no se
merecen otra que el olvido. Es todo tan tenso.
Tiene la impresión de que, al menos a
su alrededor, el silencio es clamoroso, escandalosamente mayoritario y
letalmente sospechoso. Sólo los exaltados e irresponsables hablan alto y sin
dudar. Tanto callar o hablar de naderías. Va a ser de noche y les va a pillar
desabrigados. Y todo, todo, por no hablar de Cataluña, para evitarlo. Dicen, y a
veces está de acuerdo con ello, que es mejor dialogar, hablar. Pero le ocurre
lo que a Novoneyra, que de tanto callar ya empieza a hablar solo.
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