Me
educaron en el horror al dinero fácil e injustificado. Me acongojaba
ganar una partida y más, cosa que no sucedía a menudo, birlarle
unos céntimos o pesetas al compañero de partida. No consigo el
detalle de alguna fábula en la que los protagonistas sucumben en la
ruina económica. Pero sí que recuerdo la relación de caseríos
entregados en pago, hombres muertos en desafíos y calamidades
humanas en las que el juego era protagonista principal, “dále de
mamar al niño que llora, pues el padre malo, pícaro jugador, está
en la taberna”. Recuerdo una vez que tripliqué mi paga dominical
jugando al siete y medio. No me atrevía a volver casa con aquel
superávit injustificable e invertí mis ganancias en pagar un kas a
cada uno de la cuadrilla.
El
tiempo cambió las cosas y contribuyó a la pérdida de prejuicios.
Las cosas pasan y hay que aceptarlas según vengan. Hay gente que
juega y se le va la vida en ello. No soy de esos porque me echo el
freno, pero, a la mínima, me deslizaría fácilmente en esa
pendiente. Todavía hoy cuando la discusión deriva a términos de
fe, y no de razón, se me escapa la frase que delata mis raíces de
los verdes y santos valles ¿Qué te apuestas?
En
estos tiempos en los que las gentes se marcan expectativas logrables
sólo con en el azar y no con la laboriosidad o la vida comedida, hay
que reconocer los estragos de la ludopatía. Las apuestas han
adquirido otro cariz. Se han convertido en patrocinadores de los
clubs de futbol, los iconos de nuestros valores, según ellos, y al
tiempo en motivo de sorprendente escándalo. Puede que asistamos al
milagro de vivir en el área de influencia del único club de primera
división no esponsorizado por una casa de apuestas. ¿Apostamos
algo?
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