Aburrirme a mi es casi imposible,
cabrearme, por el contrario, me temo que es cada vez más fácil. Y así vivo, con
dificultades en aumento para discernir el cabreo del aburrimiento. No siempre
es vida. Vida era aquella en la que nos creíamos a pies juntillas el relato.
Cantábamos villancicos con pasión, “hau da fortuna
heldu zaiguna! Gloriosua da gaurko eguna!” los había de chicos y de chicas, e
incluso llegamos a cantar alguno en castellano “…cual capullo delicado, entre abrojos
escondidos en Belén, hoy, ha nacido la más bella y tierna flor. Entre pajas,
niño mío, sollozando…”
Hoy que desparramo agnosticismo, nada
me ayuda el descreimiento. Amanezco entre chamarileros y feriantes,
comerciantes y mandangas en una ciudad que no quiere serlo. Lucecitas y
castañas, gentes sin principio ni fin. Compre usted algo. Personajes míticos,
en calles y vitrinas reyes magos, papanoeles, klauses, olentzeros, domingis y
antónimas, y viceversa. Uno tiene la impresión de que no tiene más opción que
asistir a la pueblerina concentración de personajes mitológicos, saturnos
postmodernos, o al incasable amotinamiento y amontonamiento de pensionistas a
vista de noria. Entre tanta ramplonería además de la fe se han perdido buenas
costumbres y poder adquisitivo, aquellas compotas, aquel besugo.
Alguien
ha hecho desaparecer mi biblia de consulta. He tenido que echar mano de otro
ejemplar. Nácar-Colunga. “Y dio a luz a su hijo primogénito, y le envolvió en
pañales y le acostó en un pesebre, por no haber sitio para ellos en el mesón”
(San Lucas 2,7). Ha sido mi acto cultural navideño. No se me entusiasme el
cristiano, porque no es cuestión de fe, lo es de nivel cultural. No había
opción.
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