Aquellas
primeras protestas contra una de las incineradoras propuestas tenían aires
señoritos, de gente que presumíamos molesta por la proximidad de la instalación
más que por la opción política y técnica. Es decir, que nos parecía ver claro
que si se les alejaba el trasto dejaría de protestar. No se me han borrado de
la memoria aquellos domingos de regatas con las aguas de La Concha haciendo
flotar a embarcaciones deportivas, con pancartas de rechazo, tan interesadas,
casi, en la denuncia como en la conquista de la bandera por Hondarribia.
Luego
la lucha contra la incineración adquirió otros tintes, se volvió en un
cuestionamiento de nuestro modelo socioeconómico y políticas ambientales. La
lucha parecía más ruda, más de zapatilla y pancarta de pvc, barbuda y
ecologista, pateadora de manifestaciones y concentraciones. Nadie puede negar
que hubo quien agitó ese fantasma del miedo que hoy han hecho renacer. Las
fachadas y ventanales de las primeras líneas de playa asistieron mudas y
relucientes, elegantes y armoniosas, a estos espectáculos. Ni pancartas, ni
afiches.
Hoy,
como ayer, pasean visitantes y naturales con miradas de sana envidia a esas
fachadas, imaginándose leyendo en la ventana, sorbiendo un martini en el
balcón, contemplando la bahía. Hoy, cual anuncio inmobiliario, gotean por esas
fachadas banderolas gualdinegras rechazando ese transporte público
papanatísticamente llamado metro y sin embargo necesario. Denuncian, ¡oh
paradoja! faraonismo.
Creo
que todavía vive aquel mecánico que soñaba con el premio gordo de la quiniela,
comprar un piso en la bahía y tender a secar su grasiento buzo en uno de esos
balcones.
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